
Por: @rafabartrina
Archivo de memoria viva. Yo tenía cinco años cuando Hollywood vino a Ensenada. No lo viví directamente, pero lo escuché tantas veces que lo llevo como propio.
Fue en el Cine Maya, recién inaugurado, donde James Cagney, Lucille Ball, Laurel y Hardy y otros artistas ofrecieron una función especial. Decían que era por la paz. Y sí, en parte lo era. Pero también era propaganda. Diplomacia con lentejuelas.
Esa caravana de artistas formaba parte de una gira promovida por el gobierno estadounidense y los estudios de cine, con el objetivo de fortalecer el apoyo popular a la guerra. En México, buscaban reforzar la alianza con un país vecino que, aunque ya había declarado la guerra en 1942, aún vivía con reservas. La presencia de artistas famosos era una forma de suavizar el mensaje, de vestir la guerra con glamour y buena voluntad.

El Cine y Teatro Maya, ubicado en la Calle Cuarta entre Ruiz y Gastélum, fue inaugurado en los años treinta con capacidad para más de 1,300 personas. Su arquitectura combinaba funcionalidad con detalles art déco, y contaba con foso de orquesta. Más que un cine, fue un espacio cultural, donde se proyectaban películas, se celebraban actos cívicos y se presentaban artistas internacionales. Esa noche, se convirtió en escenario de una función que mezclaba arte, política y esperanza.

Ensenada vivía bajo toque de queda. Las luces de los autos apenas salían por una rendija, y las ventanas se cubrían para no delatar la ciudad desde el aire. Se formó una guardia civil con ciudadanos en reserva, entrenados para defender el terruño. El patriotismo se respiraba en cada esquina.

México participó directamente en el conflicto a través del Escuadrón 201, que combatió en Filipinas junto a la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Fueron 300 hombres, 25 aviones, y cinco bajas. El escuadrón se convirtió en símbolo de valentía y compromiso internacional. Cuando yo llegué, en el 49, la guerra ya había terminado. Pero sus huellas seguían en las calles. Recuerdo haber visto vehículos con faros cubiertos, como si el miedo aún rondara desde el cielo. Las ventanas seguían tapadas, por costumbre más que por orden. Y las historias… esas se contaban con orgullo. De cómo Ensenada resistió, de cómo se preparó, de cómo recibió a Hollywood con aplausos y sospechas.

El fin de la guerra fue motivo de alboroto y felicidad. Volvieron las sonrisas, los bailes en la plaza, los abrazos sin miedo. Pero esa noche en el Maya quedó como símbolo: de cómo, incluso en tiempos de guerra, se puede hacer espacio para el arte, para la esperanza, y para una buena carcajada en medio del caos.






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