Por: @rafabartrina

Estero de Maneadero y pueblo de La Grulla en el Ejido Uruapan

En el año 2020, Graciela y yo tuvimos la oportunidad de visitar el motel de La Grulla, allá en el Estero de Maneadero. No es un lugar abierto al público. Nunca lo ha sido. Es exclusivo, privado, y solo los socios tienen acceso. Lo curioso es que si un socio invita a alguien, él mismo no puede acompañarlo. Cede su lugar, pero no puede incluirse. Así de estrictas son las reglas. Nosotros fuimos por invitación, y nos permitieron entrar, pero bajo una condición clara: sin cámaras, sin grabadoras, sin registro visual de ningún tipo. Solo los ojos y la memoria.

Lo que vimos fue un recinto sobrio, silencioso, con construcciones de adobe que aún conservaban su esencia original. Apenas en años recientes se han añadido estructuras de madera y cemento, pero el corazón del lugar sigue siendo el mismo. En sus primeros años, las habitaciones no tenían baño propio. Al final de los pasillos había espacios comunes que funcionaban como baños: para lo sanitario y también para el aseo personal. Era otro tiempo, otra lógica.

También había salones amplios, con una mesa grande, pesada, de esas que parecen hechas para durar siglos. Y una chimenea enorme, que parecía abrazar el cuarto entero cuando estaba encendida. En los corredores adyacentes al salón, colgados en las paredes, había una multitud de fotografías. Algunas en blanco y negro, otras más recientes. Rostros serios, paisajes de caza, momentos congelados. Entre ellas, también se veían vestigios de aves disecadas. No muchas, pero las suficientes para entender que ese lugar había sido testigo de una época donde la caza era ritual, prestigio y pertenencia.

Y sobre las mesas, a los lados de los sillones y sofás, había gruesos álbumes. Pesados, de lomo ancho, con recuerdos de eventos que ya tienen un siglo de antigüedad. No estaban ahí para presumir. Estaban ahí para quien sabe mirar. Para quien entiende que la memoria no siempre está en vitrinas, sino en rincones.

La pista de aterrizaje privada ya no opera. El gobierno la cerró por razones de seguridad, al no estar monitoreada. Pero ahí está, como cicatriz en la tierra. Como testigo de un tiempo en que los socios llegaban volando, cazaban, bebían, y se iban sin dejar rastro.

Ahora, es importante decirlo: el motel está en el Estero. Pero el albergue original para los cazadores estaba en lo que hoy es el Ejido Uruapan, en el poblado que aún lleva el nombre de La Grulla. Mucho antes de que fuera ejido, ya era tierra habitada. Ahí nació Antonio María Meléndrez, en 1830. Y en los tiempos de la bonanza del oro en Santa Clara y El Álamo, el vino que se producía en Santo Tomás y en La Grulla se enviaba en barriles de madera, cargados en carretas jaladas por mulas.

El trayecto era duro, pero había una cuesta especialmente difícil. Tan empinada que los carreteros tenían que bajar dos de los cuatro barriles, subir con los otros dos, descargarlos arriba, regresar por los que habían dejado, y volver a subir. Esa cuesta se llama “La Lágrima”. Y el nombre no es exagerado. Es literal. Es el reflejo de lo agreste, lo lento, lo doloroso que era transitar por los caminos de Baja California.

Y hay algo más que no se dice, pero que merece saberse: este motel, independientemente de su privacidad, tiene el mérito de ser uno de los únicos —si no el único— con más años continuos de servicio en todo Baja California. No conozco otro establecimiento que haya operado sin interrupción desde hace tanto tiempo. Es un dato que la comunidad desconoce. Sigue igual que hace cien años: privado, discreto, fuera de miradas, fuera de noticias. Como si fuera 1924. Solo la brisa y el aletear de las grullas son las mismas.


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