Por: @rafabartrina
Yo descubrí ya de adulto que mi nombre oficial no era exactamente como yo lo había usado toda la vida. Como millones, llevo los apellidos de mi padre y de mi madre, una costumbre que honra la ascendencia, sin mayor misterio. Pero lo que me sorprendió no fue el orden ni la combinación, sino una letra: una “y” que aparecía entre los dos apellidos, como si alguien hubiera decidido unirlos con una bisagra invisible.
Al principio lo tomé como una curiosidad sin importancia. Me parecía innecesaria, incluso pretenciosa. ¿Por qué usar esa “y”? ¿Qué pretendía aparentar? Yo no venía de ninguna familia aristocrática ni de linajes compuestos. Simplemente era yo, Rafael González Bartrina, sin adornos ni conjunciones.
Pero la vida tiene sus formas de recordarnos que los papeles también cuentan su versión. Después de más de 25 años sin necesidad de usar documentos oficiales en México, intenté solicitar mi acta de nacimiento… y no pude. Según el registro civil, yo no era quien decía ser. Mi nombre legal incluía esa “y”, y sin ella, no existía en el sistema.
Fue entonces que entendí que esa letra no fue elegida por mis padres, ni por mí. Fue añadida por el oficial del registro, quizá por costumbre, por estética, o por seguir una práctica heredada de tiempos más formales. En España, durante siglos, la “y” se usaba para distinguir con claridad los dos apellidos, sobre todo en familias nobles o en contextos académicos. José Ortega y Gasset, por ejemplo. La conjunción evitaba confusiones, especialmente cuando el segundo apellido podía parecer parte del primero.
En México, aunque no es obligatorio, muchos registros civiles adoptaron esa práctica, y en mi caso, esa pequeña letra se volvió parte oficial de mi identidad. Desde entonces, todos mis documentos deben llevarla: González y Bartrina. Así, la “y” dejó de ser un adorno y se convirtió en una clave, una puerta, una condición para existir en el lenguaje burocrático.
Y aquí viene lo más curioso. Durante años, en listas escolares, censos, directorios, siempre aparecía entre los primeros González. ¿Por qué? Porque mi segundo apellido empezaba con B, y eso me colocaba alto en el orden alfabético. Pero ahora, con la “y” interpuesta, soy de los últimos González. Esa letra, que no representa ni a mi padre ni a mi madre, me empujó al final de la fila. Una letra que no heredé, pero que me reubicó.
Hoy, esa letra me acompaña como un recordatorio de cómo el lenguaje, la tradición y la administración se cruzan en los nombres que nos definen. No la elegí, pero la entiendo. Y en cierto modo, también la abrazo, porque forma parte de la historia que ahora cuento.







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