Por: @rafabartrina
Ensenada, 1954. La ciudad estrenaba título de estado y aprendía a caminar con sus propios pies. El primer presidente municipal constitucional, David Ojeda Ochoa —“El Tigre”, como lo llamaban con respeto y picardía— era un hombre de carácter, popular, y con una visión de ciudad que mezclaba obra pública con cercanía social.
En esos días, el evento más esperado del año era el baile de Blanco y Negro, una gala de elegancia y tradición que reunía a la sociedad ensenadense en su versión más refinada. El encargado de coordinarlo era Rocha, abogado de oficio, gerente del edificio donde se celebraría el evento, y esposo de la propietaria del inmueble.

Un hombre de presencia, de vínculos, de protocolo. Pero algo ocurrió. Rocha fue detenido por causas que nunca se hicieron públicas, y su ausencia amenazaba con cancelar el baile. Sin él, no había coordinación, no había acceso, no había anfitrión.
Fue entonces cuando amigos de ambos —de Rocha y de Ojeda— comenzaron a interceder. No era sólo un favor entre conocidos: era un gesto que, según decían, salvaba el rostro de la ciudad. David Ojeda, en un acto que mezcló afecto, presión social y cálculo político, ordenó la liberación temporal de Rocha para que pudiera asistir al baile.
No fue una fuga, fue una cortesía. Pero esa cortesía le costó caro. El Congreso del estado, aún joven y vigilante, consideró el acto una falta grave. Ojeda fue separado del cargo, y Víctor D. Salazar asumió la presidencia municipal en su lugar. El baile se celebró. La ciudad brilló. Pero en los pasillos del poder, quedó sembrada una pregunta: ¿hasta dónde puede llegar la amistad cuando se cruza con la justicia?







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