Por: @rafabartrina
“El precio justo del trabajo”
(con testimonio de don Rafael Palacios Osuna)
En 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando California restringía la comercialización del vino salvo para fines religiosos, las Bodegas de Santo Tomás —fundadas en 1888 y adquiridas por el General Abelardo L. Rodríguez en 1932— vivieron una bonanza inesperada.

Las uvas que no podían ser procesadas en Estados Unidos fueron exportadas a Baja California, y Ensenada se convirtió en refugio y motor de esa sobreproducción. Las bodegas recibían cargamentos enteros, y la producción se disparó. El trabajo también. En medio de esa sobrecarga, un grupo de empleados decidió organizarse. Eran siete, entre ellos don Rafael Palacios Osuna, quien me refirió esta parte de la historia.
Subieron a una vieja foringa —vehículo modesto, pero firme— y viajaron hasta El Sauzal, donde los recibió don Vicente Ferreira. Le expusieron con respeto la razón de su visita: querían presentar al General Rodríguez sus inquietudes salariales, no como reclamo, sino como reconocimiento al esfuerzo colectivo.
La respuesta del General fue clara: habría una reunión formal, no solo con los delegados, sino con la totalidad de los empleados. Y así fue. En las propias instalaciones de Bodegas de Santo Tomás, se reunieron todos. El General habló con franqueza. Reconoció el esfuerzo titánico, agradeció la entrega, y propuso algo que, a más de ochenta años de distancia, aún desconcierta por su sencillez y profundidad:—Cada uno de ustedes —dijo— escribirá su pretensión salarial.
Pongan ustedes el precio a su trabajo. Y así fue. Cada empleado escribió su cifra. Todas fueron leídas, estudiadas, condensadas. Y se llegó a un promedio que fue aceptado por unanimidad absoluta. Porque para el General, el interés económico personal nunca fue el motor principal. Lo que lo movía era otra cosa: la estabilidad de ingresos, el pago justo, y la dignidad de quienes hacían posible el vino.
Ponía primero la situación física, moral y económica de sus trabajadores, y lo hacía sin discursos, con hechos. Pero la historia no termina ahí. En 1946, con el fin de la guerra y el levantamiento de las restricciones en California, las uvas dejaron de llegar. Las vacas flacas volvieron. La empresa ya no podía sostener los salarios pactados.
Otra reunión. Obreros y gerencia. Otra propuesta. Se analizaron los costos, los resultados, las causas. Y nuevamente, el General pidió lo impensable:—Fijen ustedes mismos sus nuevos salarios. Ayúdennos a salvar la empresa. Y los empleados, con la misma dignidad con la que habían pedido aumento, ahora propusieron su propia reducción. El resultado: las Bodegas de Santo Tomás sobrevivieron. Y siguieron creciendo.
Porque en esa historia, el valor del trabajo no lo dictó el mercado, ni el capataz, ni el miedo. Lo dictó la conciencia compartida de quienes sabían que el vino no se hace solo con uvas, sino con respeto. El General Abelardo L. Rodríguez dejó un ejemplo que trasciende generaciones: demostró que las relaciones obrero-patronales no son simples acuerdos de salario, sino vínculos de respeto, corresponsabilidad y visión compartida.
A él, al General, se le reconoce con profunda admiración y respeto. No solo por su papel como empresario o político, sino por haber entendido que el verdadero poder no está en mandar, sino en escuchar, compartir y sostener.






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