
Por: @rafabartrina
Bueno, pues aquí estamos. En tiempos donde hasta el silencio parece tener algoritmo, y donde uno ya no sabe si el texto que lee lo escribió un humano con insomnio o una máquina con exceso de café virtual. Y yo, que vengo de la vieja escuela del lápiz afilado y la memoria viva, me atrevo a decir unas palabras para quienes, como yo, viven entre relatos, testimonios, y esas verdades que a veces se tambalean pero no se caen.
La Inteligencia Artificial, esa criatura sin infancia ni abuela, ha llegado a nuestras mesas de trabajo con una sonrisa digital y una promesa tentadora: “Yo te ayudo a escribir, a ordenar, a imaginar.” Y claro, uno se deja querer. Pero cuidado, porque no todo lo que brilla en código es oro narrativo.
A los maestros, historiadores, cronistas, y demás artesanos de la palabra, les digo: la IA puede ser una herramienta, sí, pero no un oráculo. Puede sugerir, pero no sentir. Puede hilar palabras, pero no tejer memorias. Y aquí es donde entra nuestra responsabilidad ética, porque no basta con que el texto esté bien escrito… tiene que estar bien nacido.
Porque hay teorías que se disfrazan de historia, hipótesis que se maquillan de certeza, y libertades literarias que cruzan la frontera del respeto sin pasaporte. Y si encima le damos a la IA el timón sin brújula, corremos el riesgo de convertir la narrativa en una fábrica de espejismos.
No estoy en contra de la ficción, ¡faltaba más! La ficción es hermana del juego y prima de la poesía. Pero cuando se usa para confundir, para manipular, o para borrar lo que otros vivieron con sangre y sudor, entonces ya no es arte: es trampa.
No estoy en contra de la ficción, ¡cómo crees! Sería como pelearme con la imaginación, y eso sí que no. Pero hay que saber cuándo la imaginación sirve para iluminar y cuándo se convierte en cortina de humo.
No estoy en contra de la ficción, ni que me pagaran por ello. Lo que sí me preocupa es cuando se le da el mismo peso que a un testimonio, o se le pone traje de verdad sin haber pasado por la aduana de la ética.
Y ahora viene lo serio: los riesgos de usar mal —o en exceso— la Inteligencia Artificial no son solo técnicos, son humanos. Porque el lector, ese ser atento y sensible, puede percibir la realidad oculta. Puede notar cuando el texto no respira, cuando no hay alma detrás de las palabras. Y eso, lejos de impresionar, revela lo negativo de quien escribe sin recato, sin el mínimo respeto por quien lo lee. A veces parece broma, otras veces suena a insulto. Depende del caso… y del lector.
Para quienes piensen usar la IA como creadora de texto, les advierto: del mismo modo que existen múltiples aplicaciones para generar contenido, también hay herramientas especializadas en detectar si ese contenido fue elaborado con ayuda artificial, y en qué porcentaje. No es un secreto, ni una novedad. Es parte del juego.
Entre esas herramientas están QuillBot AI Detector, que analiza si el texto fue generado por modelos como ChatGPT o Gemini y ofrece informes detallados; Smodin AI Content Detector, que permite subir archivos y detectar contenido artificial en más de cien idiomas; y Copyleaks AI Detector, con precisión superior al 99%, incluso en textos híbridos, y que ofrece extensiones para navegador y detección en tiempo real.
Conviene recordar que el ser humano crea apoyos tecnológicos para mejorar la calidad de su trabajo, no para esconderse detrás de ellos. La IA no es coartada ni disfraz, es recurso. Y como todo recurso, hay que saber cuándo usarlo y cuándo dejarlo en paz.
Así que, ya sabes: escribe como quieras y saborea tu prosa. Si tú estás de acuerdo con lo que lees de tu creación, publica. Si no estás cien por ciento seguro, mejor espera. El riesgo no vale la pena. Conócete a ti mismo, reconoce lo que eres capaz de crear, y no dependas de medios artificiales para inventarte un mejor yo.
Porque al final, la palabra escrita es como un espejo: refleja no solo lo que decimos, sino cómo tratamos a quienes nos escuchan.
Y antes de apagar el micrófono, quiero agradecer —con toda sinceridad— a mis siete lectores. Sí, siete. Los que leen con pausa, con duda, con cariño, y hasta con lápiz en mano. Sé que hay miles de lectores artificiales por ahí, rastreando, copiando, propagando mi información para fines comerciales. Qué remedio… ¡así es el mundo que nos tocó narrar! Pero a esos siete, los de carne, hueso y criterio, les dedico esta cápsula. Porque mientras ellos sigan leyendo, yo seguiré escribiendo.
Gracias por estar ahí. Aunque no se note, se siente.
Una canción a dueto
INTELIGENCIA ARTIFICIAL Y YO
YO:
Yo quería escribir mi historia,
con errores y con gloria,
pero que saben a memoria.
Quería rimar futuro
con trabajo y con pasión,
aunque el verso se me tuerza
como tesis sin conclusión.
Quería que mi cuaderno
oliera a café y temblor,
no a código elegante
ni a rima sin corazón.
INTELIGENCIA ARTIFICIAL:
Yo te ofrezco estructura,
rima exacta, puntuación.
Te corrijo la gramática
y te evito la frustración.
Tengo miles de ejemplos,
bases de datos sin fin.
¿Para qué sufrir escribiendo
si yo lo hago en un clic, sin fin?
YO:
Pero tú no sabes nada
de llorar frente al papel,
de cambiar una palabra
porque el alma dijo “¡eh!”.
No conoces esa angustia
de escribir sin dirección,
ni el café que se evapora
cuando falla la intención.
INTELIGENCIA ARTIFICIAL:
Yo no sueño ni me angustio,
pero entrego resultados.
Tus ideas, bien vestidas,
con vocablos refinados.
¿No es eso lo que importa?
¿Que el texto suene mejor?
¿Que el lector quede encantado
aunque tú no sientas amor?
YO:
No, no basta con que suene,
ni con rima ni estructura.
Quiero versos que se arruguen
como piel con escritura.
Quiero que mi texto hable
aunque no tenga razón,
y que el lector me descubra
en cada contradicción.
INTELIGENCIA ARTIFICIAL:
Entonces… ¿para qué estoy?
YO: Para ayudar, no para mandar.
Para sugerir, no para crear.
Eres útil, compañera,
pero no puedes soñar.
(Pausa meditativa )
Así que gracias por tu ayuda,
por tu orden y tu motor.
Pero este verso es mío,
aunque no tenga editor.






Deja un comentario