
Por: @rafabartrina
Lo que son las cosas… Hay historias que no se encuentran en los libros, sino en las paredes. Literalmente. En los años treinta, mi padrastro, Don Vicente Ferreira Kanape —hombre observador, curioso, y además con encargo oficial— andaba por El Sauzal haciendo el deslinde de una propiedad que el general Rodríguez había adquirido para construir ahí su residencia familiar. No era cualquier terreno: era el futuro hogar del general, y Don Vicente tenía la tarea de marcar sus límites con precisión, como quien dibuja el mapa de una historia que apenas empieza.
Y en medio de ese trabajo, entre mediciones, estacas y caminatas, se topó con una casa abandonada, a medio derruir, como si el tiempo la hubiera ido desarmando con paciencia. Pero entre los muros, como escondidos por alguien que sabía que el polvo no olvida, encontró unos papeles.
No eran muchos, pero uno de ellos tenía un nombre que le sonó como campana literaria: Robert Louis Stevenson. Sí, el de La isla del tesoro, el que nos enseñó que los mapas con equis y los piratas con parche no pasan de moda. Don Vicente, que no era afín a leer novelas —ni falta que le hacía, con la vida que llevaba— reconoció el nombre. Le sonó, lo había oído, lo había retenido, y eso bastó para que pensara que los papeles podían valer algo. Porque aunque no fuera lector de aventuras, tenía buen ojo para lo que podía tener historia. Y eso, amables lectores, es otra forma de leer: con la intuición, no con los lentes.
Así que los llevó a una universidad en San Diego —no sabemos cuál, porque en esa época no se guardaban recibos ni se tomaban selfies— y ahí los dejó. Y como suele pasar, lo que empezó como un gesto de curiosidad terminó sembrando una leyenda.
Desde entonces, se empezó a decir que Stevenson había vivido en esa casa. Que ahí, entre los muros del Sauzal, se había escrito alguna página secreta. Que el autor y su esposa habían compartido residencia en tierras bajacalifornianas. Y claro, la historia se fue adornando con los años, como todo buen mito: primero fue “vivió”, luego “escribió”, y al rato ya casi lo hacían fundador del barrio.
Pero si uno se pone serio —no mucho, solo lo suficiente para no caer en el romanticismo fácil— lo que parece más probable es que la que vivió en esa casa fue su esposa, Fanny Osbourne Stevenson. Y no por chisme, sino porque hay un testimonio que lo sugiere con elegancia: el diario de Walter Nordhoff, ese viajero que cruzaba de Ensenada a San Diego y que, en una de esas travesías, menciona haber conocido a la señora Stevenson. No dice que viviera con el autor, ni que escribiera novelas entre los nopales, pero sí que estaba ahí. Y eso, en el mundo de la historia oral, vale oro. Porque no hay exageración, no hay mito, solo el registro sencillo de un encuentro.
Y si uno quiere seguir el hilo con algo más que intuición, hay que mirar dónde vivía Walter. No era cualquier viajero. Vivía en el Rancho El Ramajal, allá por la zona del estero de Maneadero, donde el mar se mezcla con la tierra como si no supiera bien dónde empieza uno y termina el otro. Un lugar de silencio, viento y paciencia, donde los caminos eran más promesa que realidad.
Walter, como buen ranchero y hombre práctico, tenía que viajar seguido a San Diego. No por gusto, sino por necesidad: provisiones, correspondencia, trámites, vida. Y en esos tiempos —estamos hablando de finales del siglo XIX, principios del XX— el barco era la única forma sensata de hacerlo. No había carretera transpeninsular, ni vuelos, ni Uber con sombrero. Solo el mar, el viento y la espera. Así que Walter se embarcaba con frecuencia, cruzando de Ensenada a San Diego como quien va al mercado, pero con más salitre y menos certezas.
En uno de esos viajes, según cuenta en su diario, conoció a la señora Stevenson. No la menciona como aparición literaria ni como celebridad. La nombra con naturalidad, como quien se encuentra a alguien en el muelle y entabla conversación. Y eso, en el mundo de la historia oral, ya es bastante más que lo que ofrecen muchos archivos oficiales.
¿Vivía ella en El Sauzal? Es posible. ¿Pasaba temporadas en la región? Tal vez. Lo que sabemos es que Walter la vio, la nombró, y la ubicó en el paisaje, lo cual ya es bastante más que lo que ofrecen muchos archivos oficiales. Y si él la vio desde su rutina de ranchero-marino, eso nos dice que la señora Stevenson no era una turista fugaz, sino alguien que formaba parte —aunque fuera brevemente— del tejido cotidiano de Baja California.
Así que entre Don Vicente, los papeles escondidos, y Walter Nordhoff con su diario y su barco, se va armando una historia que no necesita mapas del tesoro para ser valiosa. Porque aquí el tesoro es la memoria, y los piratas somos nosotros, amables lectores, escarbando entre muros, diarios y leyendas para encontrar lo que aún brilla.






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