Por: @rafabartrina
Con ese tierno consejo mi madre me motivó a que buscara materializar una existencia, que hasta entonces —y en muy buena parte aún es— estaba basada en vivir el momento sin exactamente haber dedicado nada de tiempo en consideraciones o consecuencias.
Me explico, queridos lectores. Eran los primeros días de enero de 1962. Debe de haber sido un día después de alguna celebración que me mantuvo despierto y en buena compañía hasta altas horas de la madrugada. Usualmente mi madre y yo teníamos diferentes puntos de vista y por lo general, casi por regla o por chancla, diría yo de chico, terminaban estos afables intercambios de argumentos. Esa mañana, creo que mi madre estaba con niveles bajos de apertura, entendimiento, consideración, ternura, amor maternal. Esto indudablemente motivado por algún malentendido por parte mía. Creo —sin poderlo asegurar— que quizás yo inadvertidamente había roto alguna de las 52 órdenes sagradas que tenía yo la obligación de obedecer.
Bien, una vez que ustedes ya pueden imaginar la escena, les evito el mal momento del diálogo. Solo dejó paso al veredicto final, esas sagradas, juiciosas y llenas de sabiduría:
¡QUE TE MANTENGA EL GOBIERNO!
En mi mejor manera, bajando la cabeza y murmurando alguna palabra de esas que no aparecían en el vocabulario de muchas personas, acepté la terrible sentencia, al momento que sentía como si alguien o algo hubiera cercenado el cordón umbilical. Solo de pensar en complacer los deseos natos y amorosos de mi madre temblaba —no de miedo. Temblaba de emoción. En ese momento supe que mi momento para vivir mi destino ya había llegado. Se rompía el cascarón en el que vivía placenteramente. Todas mis necesidades cubiertas, mis gustos y sueños realizados. El fin de mi infancia, adolescencia, ya era una cruda realidad.
La casa familiar de Vicente Ferreira Kanape y su esposa, mi madre, está —aún— en la Ave. Soto, y la oficina de gobierno más cercana es el que era el Palacio Municipal. Caminé los 300 metros con pasos indecisos, lentos, como prisionero rumbo al cadalso.
Recordemos que era enero de 1962. En Ensenada, el presidente municipal era Adolfo Ramírez Méndez. Por lo que opté por dirigirme a él para entregarle las precisas y concretas instrucciones que mi madre me había dado.
Busqué la oficina que indicaba que ahí despachaba el presidente. Tengo que repetir e insistir el año, 1962. No había más que una secretaria a quien le expliqué que traía un mensaje importante para el Sr. Ramírez y que deseaba entregárselo personalmente. Con un movimiento de cabeza me indicó una puerta. Entré a una sala grande, había un escritorio y varias sillas, unos libreros y un par de sillones de buen uso. Había unas 6 u 8 personas, ya entraban, ya salían, y yo, respetuoso de mis adultos, pacientemente retrasaba el momento de mi ejecución. Pasaron los minutos que se convirtieron en un par de horas, cuando en eso, quedó la oficina sola, don Adolfo y yo. Cuando nuestras miradas se cruzaron me hizo una seña para que me acercara. Lo saludé con mi mano, firme y segura, quizás algo húmeda por el sudor de pánico. Me presenté y tomé asiento frente a él. Con voz clara, las tres veces que quise hablar, no podía decir nada coherente, hasta que sonriendo me miró y me dijo:
—¿Buscas algo?
Fue como encontrar la puerta de un lugar desconocido y con valor y timidez expuse mi caso. Se los comparto por la importancia del momento que cambió mi vida absoluta y completamente:
Soy Rafael González, hijo de Vicente Ferreira, y por encargo especial de mi madre, quien me conminó a venir a verlo a usted para pedirle empleo.
Así, tres palabras, una frase y ya, ni dolió. Me miró y me dijo en voz modulada, con afecto, que se alegraba que lo hubiera ido a ver, que con todo gusto me ayudaría. Me explicó que precisamente en ese momento no me podía colocar donde él quería, pero que por lo pronto y mientras, que fuera a hablar con Roberto Salazar Peterson, el “Bobby”, quien acababa de ser nombrado jefe del Departamento de Tránsito Municipal.
En ese tiempo los departamentos de tránsito y de policía estaban separados. Las oficinas de tránsito estaban en el mismo palacio municipal, por lo que caminé a esas oficinas. Encontré al Bobby hablando con un señor alto, delgado, que supe era el subjefe. Al yo entrar y dirigirme a ellos, la plática se interrumpió y al acercarme me recibió con una sonrisa, como si ya me conociera. Yo, desconcertado un poco, balbuceé diciendo mi nombre, mi ascendencia familiar, y el mensaje de don Adolfo para él. El Bobby, sonriendo, de pie, en medio de las varias personas —oficiales, agentes— que estaban trabajando, me hizo tres preguntas. Yo pienso que fueron para analizar mi capacidad y buscar el mejor lugar vacante para mi empleo.
Me preguntó:
—¿Sabes manejar?
Respuesta: Sí, claro, más o menos.
—¿Sabes escribir a máquina?
Sí, cómo no, más o menos.
—¿Sabes inglés?
Seguro, más o menos.
El veredicto:
—Muy bien, preséntate mañana a las 7 con el Subjefe Gustavo Gutiérrez Manzano.
Y así, abrí mis alas y dejé el nido. Bueno, eso de dejar es un dicho. Seguí viviendo en casa, ahora en un plano de hijo obediente, trabajador y juicioso.
Ahí principió mi lucha por sobrevivir. Primero tránsito, al poco tiempo agente federal en la Inspección de Pesca, luego en la Pesquera Isla de Cedros, después en Línea Mexicana del Pacífico, en Mazatlán, como superintendente de embarques. En 1972 emprendí mi lucha desde la iniciativa privada, fui agente de ventas, fui creador de publicidad y de promociones. En ese tiempo inicié mis venturas en la industria gráfica y me asocié con un gringo, Steve Fargo, con quien nos embarcamos en muchos proyectos, todos inconclusos y no particularmente exitosos. Esa sociedad nos llevó a establecer una agencia de publicidad, al principio en Mazatlán, luego en Guadalajara. Llegamos a tener oficina en el edificio más alto —en ese entonces— en Guadalajara. Contábamos con tres dibujantes y una secretaria.
En 1983 iniciamos con la idea de establecer una embotelladora de agua purificada con miras al turismo internacional. En ese entonces la reputación del agua en México era terrible. Establecimos una planta en la Ciudad de México y, a pesar de que fuimos pioneros en esa área —pues en el mercado de México solo había dos marcas de agua que se podían adquirir en botella: Evian y Perrier— nuestra marca, Alpina, fue la primera en usar botellas desechables. No me culpen del problema de los desechos de plástico. Cerramos por quiebre, por falta de ventas, en 1986.
Nuevamente las palabras sabias de mi madre volvieron a aflorar en mi mente. Así que entré a trabajar para el Condado de San Diego, en la agencia de Servicios Humanos y de Salud, donde en 2004, al tener ya 60 años, decidí retirarme.
Y esta es una brevísima narrativa de mi dedicada obediencia a mi madre.
Gracias por leerme y si te agradó, COMPARTE.







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