Por: @rafabartrina

Exploraciones en la arena

Volvamos por un instante a aquellos días de mi niñez en Ensenada, en plena mitad del siglo XX. Corrían los años cincuenta y mi mundo era la playa y sus secretos. No había pensamientos de trabajo, ni preocupaciones más allá de esa libertad que otorga la infancia. Caminaba por la orilla, atento al aroma salino y al frescor de la brisa, y me sumergía en la tarea fascinante de buscar tesoros entre la arena mojada: alguna conchita brillante, una piedra peculiar, o quizá, quién sabe, algún vestigio de piratas que las olas caprichosas hubieran decidido revelar.

El misterio del avión biplano

Casi puedo ver aún, a poca distancia al sur del Riviera, los restos de un avión biplano, aquel cuya historia nunca llegué a conocer del todo. Era de un color amarillo suave, tal vez crema, y según decían algunos, intentó aterrizar en la playa pero algo salió mal y terminó destruido. El aura de misterio que rodeaba sus ruinas alimentaba nuestra imaginación infantil. Las historias sobre lo acontecido se multiplicaban pero, como suele ocurrir, nadie sabía realmente qué había sucedido. Esa incertidumbre era suficiente para que el lugar se convirtiera en uno de nuestros puntos favoritos de exploración.

La casa de Dempsey y la vida junto al mar

Muy cerca de allí se alzaba la famosa casa de Dempsey. Era una construcción sencilla, de madera emplastada, erigida para el Administrador General del Hotel y Casino Playa de Ensenada: Mr. Jack Dempsey, el legendario campeón mundial de boxeo. Recuerdo que un compañero de mi escuela primaria Matías Gómez vivía en esa casa, aunque con tristeza reconozco que ya no guardo su nombre en la memoria. La vivienda fue construida al mismo tiempo que el hotel, pero durante los primeros años del casino estuvo deshabitada, como si esperara el paso del tiempo para cobrar vida. Más tarde, alguna familia ocupó sus espacios, quizás como cuidadores o simplemente como nuevos habitantes.

Mi compañero nos contaba cómo era crecer junto a la playa, con la posibilidad de explorar la costa a cualquier hora del día o de la noche. Era un sueño que me resultaba irresistible: caminar descalzo por la arena húmeda, perderse entre las dunas infinitas cubiertas de «Hayahui».

Hayahui: un secreto natural de las dunas

Los llamados «Hayahui» no eran hielo ni nada parecido al agua congelada. Eran plantas suculentas que abundaban en los arenales, cubriendo las dunas que comenzaban junto al hotel y se extendían hacia el sur, conformando un manto verde y fresco a lo largo de cientos de metros. Durante mi etapa en la secundaria, hoy llamada Migoni, solíamos escapar de clase para buscar Hayawis: los frutos de esas Hayahui. Eran pequeñas bolitas que primero lucían amarillas y, al madurar, se teñían de un púrpura intenso.

Para comerlos, había que presionarlos entre los dedos hasta que, al romperse, liberaban un líquido dulce mezclado con semillas, de un sabor tan especial que nunca lo he vuelto a probar, ni siquiera en sueños. Ese sabor único, incomparable, permanece ligado a mis recuerdos juveniles, como un tesoro más de la playa y de la vida sencilla de entonces.

Reflexiones sobre los giros de la vida

Resulta irónico recordar que, años después, allá por 1962, fui nombrado Inspector de Pesca. Qué vueltas da la vida: de buscar tesoros y frutos en la arena, pasé a vigilar y cuidar los recursos marinos. Nunca lo habría imaginado en aquellos días de infancia, cuando mi único objetivo era disfrutar del mar y sus misterios, sin pensar en responsabilidades ni deberes.

Hoy, al mirar atrás, reconozco que esos paseos, descubrimientos y sabores forman una parte esencial de mi historia, y fueron los cimientos de mi relación con Ensenada y su gente. No hay mayor tesoro que los recuerdos compartidos y la libertad de la niñez junto al mar.

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