Por: @rafabartrina

* imagen creada con inteligencia artificial solo para contexto *

Primero, la imagen: el GC-34, guardacostas mexicano, gris y firme, con su bandera ondeando al viento y su número pintado como tatuaje en el costado. Ahí está, como lo recuerdo, como lo soñé, como lo viví.

Mi primera vez que supe que el primero de junio se celebraba el Día de la Marina fue cuando tenía unos nueve o diez años. En Ensenada, claro. Había un barco de esos que la gente sin oficio —criticando, como siempre— llamaba “guarda muelles”. Pero no, ese barco tenía nombre: GC-34. Y era muy conocido. Vigilaba los mares territoriales de nuestra península, o eso decían.

Pero ese día, el Día de la Marina, el GC-34 dejaba el muelle. Se soltaba. Se aventuraba a las aguas salvajes del interior de la bahía. No había rompeolas todavía —faltaban unos cinco años. Y ese día, el barco salía… pero a la mar chiquita, la que está cerca de la costa.

La ceremonia oficial incluía salir a la mar abierta —abierta apenas— y depositar una ofrenda floral. Una guirnalda. Y lo mejor: se invitaba al público. Mi padrastro, Vicente Ferreira, con su influencia y su pseudo política, fue invitado. Y yo, inquieto chamaco, ahí estaba. Mi primer viaje en barco. Y no cualquier barco: ¡un barco de guerra!

Fue corto, una hora cuando mucho. Pero a setenta años de distancia, parece que fue hace quince minutos. La brisa del mar, el aire despeinando a uno, los motores con ese sonido arrítmico, deslizándose por las tranquilas aguas de la bahía.

Al final, detenía su marcha. El capitán, los uniformados, los de traje, los marineros, el pueblo… y yo.

Volviendo al GC-34, dirigieron discursos y vivas por los marineros perdidos en el pasado, víctimas del mar. Hubo aplausos, hubo aahs y oohs, y luego tomaron una gran corona de flores —aprendí que se llaman guirnaldas.

Muchos años después, hice una investigación sobre la tragedia del BMM Sinaloa, que titulé “Una guirnalda en el mar”. La presenté en las festividades oficiales del Día de la Marina de 2011, ante un lleno absoluto en la sala principal del Centro de Arte de Ensenada.

Y como si el mar supiera que ese día era suyo, el barco no regresaba de inmediato. Se quedaba un rato más, flotando en silencio. A bordo, la ceremonia seguía. Palabras solemnes, sonrisas discretas, saludos entre conocidos. Los marineros formaban en cubierta. El capitán dirigía unas palabras. Luego venían los vivas: “¡Por la Marina Nacional!”, “¡Por los caídos en cumplimiento del deber!”, “¡Por el mar que nos une!”

Se ofrecía café —aguado, pero caliente— y pan dulce en servilletas dobladas. Los invitados se acomodaban donde podían. Y yo, con los ojos como faros, no perdía detalle. Me parecía que todo tenía sentido: el barco, el mar, la gente, el ritual. Como si no fuera sólo una embarcación, sino un escenario flotante donde se representaba, una vez al año, la memoria marítima de México.

Y cuando por fin se dio la orden de regresar, giró lentamente, como si no quisiera volver. El motor retomó su ritmo irregular, y la bahía nos recibió otra vez, como quien guarda un secreto entre olas.

Pero el círculo no se cerró ahí.

Años después —para ser exactos, el 1 de junio de 1960— la celebración en tierra fue en lo que entonces se llamaba el Club de Yates. Estaba en los terrenos ganados al mar, más o menos donde hoy está la Plaza Marina. No había construcciones. El terreno era pura arena, o tierra. En el extremo izquierdo estaba el hospital de la Marina y un pequeño cuartel para los infantes de marina.

Ese día, volaban tres aviones militares del Escuadrón 203, con base en El Ciprés. Tres aviones, tres pilotos: uno era el coronel —creo que coronel, o grado similar— Kanter; otro, el PA Carlos Torre de la Vega; y el tercero, un piloto de apellido Quimbal.

Y los copilotos éramos… así como se lee: ÉRAMOS.
Con Kanter iba un mecánico —creo que era el Diablo, o algo así Ramírez.
Con Quimbal, de copiloto, iba Eduardo González Jiménez.
Y el copiloto de Carlos… fui YO.

Qué experiencia. Inolvidable. Inigualable. Una experiencia no publicada. Nadie de mis amigos o familia me vio. No impresioné a nadie. No había necesidad. Me sentía en las nubes. Digo, andaba por las nubes. Digo, ya éramos más que aves, más que nubes en el cielo.

El avión era un AT-6 Northamerican, de guerra. Rugía como si supiera que ese día era suyo. Y yo, ahí arriba, con el corazón latiendo como hélice, con los ojos abiertos como faros, con el alma flotando entre el mar y el cielo.

Era un círculo. Había principiado con un barco de guerra. Y ahora, se cerraba en un avión militar.
Y el mar, abajo, seguía guardando memoria.
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