Por: @rafabartrina
Una reflexión filosófico-teológica sobre dos advocaciones marianas

La historia religiosa y cultural de Iberoamérica está marcada por encuentros, desplazamientos y resignificaciones. Uno de los casos más fascinantes, y menos explorados con profundidad teológica, es el de la Virgen de Guadalupe: una advocación mariana que aparece primero en Extremadura, España, en el siglo XIII (1,200s), y que siglos después se manifiesta con notable similitud en el cerro del Tepeyac, en el México del siglo XVI (1,500s).
Este documento propone una reflexión filosófico-teológica sobre esa doble aparición. No pretende comparar milagros ni establecer jerarquías entre devociones, sino explorar el sentido profundo de una advocación que cruza océanos, culturas y lenguajes. ¿Qué implica que una misma figura mariana se manifieste en dos contextos tan distintos? ¿Qué continuidad simbólica, pastoral o espiritual puede leerse en esta coincidencia?
La intención no es cerrar el tema, sino abrirlo. Invito a los lectores de Archivos Bartrina a considerar esta aproximación como punto de partida para el diálogo, la investigación compartida y la construcción de nuevas preguntas.
A los lectores:
Esta reflexión nace de una formación católica familiar y de un proceso personal que ha llevado mis creencias hacia una visión menos teológica y más realista. No me identifico como religioso ni como ateo, sino como alguien que busca comprender con respeto y sin etiquetas.
La Virgen de Guadalupe en Extremadura: origen, culto y legado
La advocación mariana de Guadalupe tiene su origen en la región de Extremadura, España, en el siglo XIII (1,200s). Según la tradición, la imagen fue encontrada por el pastor Gil Cordero en las cercanías del río Guadalupe, tras una serie de señales que lo llevaron a descubrir una talla escondida durante la invasión musulmana. Esta imagen, de estilo románico, pronto se convirtió en objeto de veneración popular y fue asociada con milagros, protección y consuelo.
El culto a la Virgen de Guadalupe en Extremadura creció rápidamente, y con él la construcción del Real Monasterio de Santa María de Guadalupe, que se convirtió en centro espiritual, artístico y político. La Virgen fue proclamada patrona de Extremadura y más tarde Reina de la Hispanidad, título que refleja su papel simbólico en la expansión religiosa y cultural hacia América.
Durante los siglos XIV (1,300s) y XV (1,400s), el monasterio se consolidó como lugar de peregrinación y formación. Muchos de los navegantes, misioneros y conquistadores que partieron hacia el Nuevo Mundo lo hicieron bajo su protección espiritual. La imagen de Guadalupe, entonces, no solo cruzó el Atlántico en estampas y relatos, sino también en la memoria de quienes la llevaban como símbolo de fe y misión.
La iconografía de la Virgen de Guadalupe en Extremadura presenta rasgos distintivos: rostro sereno, túnica oscura, manos juntas en oración, y una corona que subraya su realeza espiritual. Estos elementos, aunque propios del arte mariano europeo, guardan una sorprendente similitud con los que aparecerán siglos después en la imagen del Tepeyac.
Más allá de la coincidencia visual, lo que interesa aquí es el trasfondo simbólico: una advocación que nace en un contexto rural, se eleva a patronazgo imperial, y luego se transforma en puente entre culturas. La Virgen de Guadalupe de Extremadura no es solo una figura religiosa; es también un emblema de desplazamiento, de continuidad espiritual y de resignificación cultural.
La Virgen de Guadalupe en el Tepeyac: aparición, contexto y significado
En el siglo XVI, en pleno proceso de evangelización de la Nueva España, se registra la aparición de la Virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac, al norte de la actual Ciudad de México. Según el relato recogido en el Nican Mopohua, escrito en náhuatl por el indígena cristiano Antonio Valeriano, la Virgen se manifestó en 1531 al humilde Juan Diego, hablándole en su lengua y pidiéndole la construcción de un templo en ese lugar.
La aparición ocurre en un contexto de profunda transformación cultural: la caída de los sistemas religiosos prehispánicos, la imposición de nuevas estructuras coloniales, y la búsqueda de sentido por parte de los pueblos indígenas. El Tepeyac, lugar asociado con el culto a Tonantzin, madre de los dioses, se convierte en escenario de una nueva devoción que, sin borrar lo anterior, lo resignifica.
La imagen que aparece milagrosamente en el ayate de Juan Diego presenta rasgos que han sido interpretados como mestizos: piel morena, rostro sereno, manos en oración, túnica decorada con símbolos astrales, y una flor náhuatl en el vientre que sugiere embarazo. Todo en ella parece hablar tanto al mundo indígena como al cristiano, en un lenguaje visual que une sin imponer.
La Virgen del Tepeyac no es solo una figura religiosa; es también un símbolo de consuelo, mediación y pertenencia. Su mensaje no se dirige a los poderosos, sino al marginado. Su aparición no ocurre en un palacio, sino en un cerro. Su voz no es la del conquistador, sino la de una madre que habla en náhuatl.
Desde entonces, la Virgen de Guadalupe se ha convertido en emblema nacional, espiritual y cultural. Su imagen ha sido invocada en momentos de lucha, consuelo y esperanza. Pero más allá de su papel histórico, lo que interesa aquí es su significado teológico: una figura que encarna la posibilidad de encuentro entre mundos, de reconciliación entre memorias, y de continuidad espiritual en medio del desarraigo.
Comparación simbólica entre ambas advocaciones
Aunque separadas por más de tres siglos y un océano, las dos advocaciones de la Virgen de Guadalupe comparten elementos iconográficos y simbólicos que invitan a la reflexión. Ambas imágenes presentan a María con el rostro sereno, las manos juntas en oración, y una túnica decorada con motivos que evocan realeza y maternidad. En ambos casos, la figura aparece rodeada de un aura que sugiere presencia divina, protección y consuelo.
La Virgen de Extremadura, de estilo románico, muestra una túnica oscura, una corona y una postura frontal, solemne. La del Tepeyac, en cambio, aparece sin corona, con una túnica colorida adornada con estrellas, y una flor náhuatl en el vientre que sugiere embarazo. Su rostro es más suave, inclinado, y su piel morena ha sido interpretada como signo de mestizaje y cercanía con los pueblos indígenas.
Ambas advocaciones se vinculan con figuras humildes: Gil Cordero, pastor extremeño, y Juan Diego, indígena nahua. En ambos relatos, la Virgen se manifiesta fuera de los centros de poder, en espacios rurales o periféricos, y pide la construcción de un templo como lugar de encuentro. Esta coincidencia no parece casual: en ambos casos, María se presenta como mediadora entre lo sagrado y lo humano, entre lo oficial y lo marginado.
Más que una réplica, lo que se observa es una resignificación: una advocación que se adapta al lenguaje, al entorno y a la necesidad de cada pueblo. La similitud en nombre, postura y mensaje sugiere una continuidad providencial, pero también una capacidad pastoral de encarnar lo universal en lo local.
Mirada no creyente: entre símbolo, historia y pertenencia
Para quienes no profesan una fe religiosa, las dos advocaciones de la Virgen de Guadalupe pueden entenderse como construcciones simbólicas profundamente arraigadas en sus respectivos contextos históricos. La figura mariana, en ambos casos, parece responder a necesidades colectivas de consuelo, identidad y mediación en momentos de transformación cultural.
En Extremadura, la Virgen aparece como protectora en tiempos de reconquista, vinculada al paisaje rural y al imaginario cristiano medieval. En el Tepeyac, su imagen se adapta al lenguaje visual indígena, ofreciendo una forma de pertenencia espiritual en medio de la conquista y el desarraigo. Para el observador no creyente, esta continuidad no necesariamente implica intervención sobrenatural, sino una capacidad humana de resignificar símbolos que ofrecen sentido y cohesión.
Desde esta perspectiva, la Virgen de Guadalupe—en ambas tierras—no es solo una figura religiosa, sino también un espejo de las aspiraciones humanas: el deseo de protección, de reconciliación, de que lo divino se acerque a lo cotidiano. Y aunque esta lectura no parte de la fe, tampoco la niega. Reconoce que el culto tiene profundidad, belleza y sentido para millones, y que su estudio merece respeto, incluso desde la distancia.
Las dos advocaciones de la Virgen de Guadalupe, en Extremadura y en el Tepeyac, ofrecen más que una coincidencia histórica o iconográfica. Son reflejos de contextos distintos, de necesidades espirituales particulares, y de una capacidad humana de resignificar lo sagrado en medio del cambio. Para algunos, representan continuidad providencial; para otros, adaptación cultural; para otros más.






Deja un comentario