Por: @rafabartrina

Llegué — bueno, me trajeron — a Ensenada, en la lejana península de Baja California, en 1949. Veníamos desde Guadalajara. Mi madre, recién viuda, buscaba en estas nuevas tierras una nueva vida para nosotros dos. Y la encontró. Encontró también a un buen hombre, Vicente Ferreira Kanape, quien nos llevó a una nueva ciudad, a una nueva casa, a un nuevo hogar.

Desde el principio me mezclé con la chamacada del barrio.

Aprendí a jugar canicas, a bailar el trompo, a hacer y volar papalotes.

Los papalotes no eran de tienda, ni de catálogo. Eran de lo que hubiera.

El papel — cuando había suerte — era de china, ese que se rompe con solo mirarlo pero vuela como si tuviera alas propias.

Pero la mayoría de las veces, lo que había era papel periódico.

Y ahí nos ves, con titulares volando por el cielo, noticias del mundo convertidas en cometas.

Las varitas eran de carrizo, que cortábamos nosotros mismos, con más entusiasmo que técnica.

Y el pegamento, ¡ah, el engrudo! Hecho en casa, con agua y harina, y una cuchara que quedaba más dura que el papalote mismo.

A veces el engrudo tenía grumos, y el papalote salía con bultitos, como si tuviera sarampión… pero volaba.

Volar un papalote era un arte.

Había que saber dónde ponerle el refuerzo, cómo amarrarle la cola, y sobre todo, cómo correr sin que se te enredara en los cables de la luz o en la cabeza del vecino.

Y cuando lograbas que subiera, aunque fuera unos metros, sentías que el mundo te decía sí, tú puedes.

Pero luego vino el mar.

Y el mar no se vuela, se escucha.

En mis más lejanos recuerdos, caminé desde la Colonia Obrera hasta la playa, justo frente a lo que hoy es el Centro Cívico, Social y Cultural Riviera. Mi madre buscaba — y encontró — en las limpias arenas húmedas de la baja marea. Encontró almejas. No las grandes, que decía no saber qué hacer con ellas, sino las chicas, perfectas para comerlas con arroz, como ella lo relacionaba con la paella.

Ese día descubrí que hay alimentos en lugares que no son tiendas ni mercados.

Que el mar, además de horizonte, es despensa. Que la arena húmeda guarda secretos comestibles.

También vi, ese mismo día, a unos americanos pescando desde la orilla.

Clavaban la caña en la arena y esperaban. Muy tranquilos ellos.

Pero a mí no me convencía ese estilo. ¿Cómo vas a pescar sin sentir el jalón, sin ese momento de adrenalina donde el pez te reta y tú respondes?

No, eso era como ver llover sin mojarse.

Tiempo después, mi amigo y vecino Roberto Hernández Pérez y yo decidimos ir al muelle.

No al de ahora, al de antes. Uno construido antes de 1930, justo en la playa, usado para descargar materiales de construcción. Ahí llegaban embarcaciones con pasajeros que, en gesto alegre, arrojaban monedas al mar para que los chicos se tiraran de clavados desde lo alto. Yo nunca me atreví. La altura parecía — y era — de diez metros. Para mí, una eternidad. Pero los demás se lanzaban como si el mar los llamara por nombre.

Ese día, vi algo que me marcó:

Gente de todas las edades pescando.

Sin cañas. Solo la línea enrollada en un trozo de madera.

Las plomadas eran tuercas, pedazos de metal, lo que hubiera.

La carnada, sobras de otros pescadores.

Y la técnica, ¡ah, la técnica! Lanzar la línea con fuerza, que no se hiciera bolas, que no cayera sobre las líneas ajenas.

Dejarla caer, dejarla hundirse.

Y luego, esperar con el dedo en la línea, como quien escucha con la piel.

Y ahí estábamos, Roberto y yo, pescando.

Con nuestras líneas humildes, nuestras plomadas recicladas, y esa esperanza que solo el mar sabe alimentar.

El truco era sentir la mordida.

No cualquier jalón, no cualquier cosquilleo.

Había que saber cuándo el pez decía “aquí estoy”, y tú respondías con ese tirón justo, ni muy fuerte ni muy suave, como quien saluda a un viejo amigo… o a un enemigo que va directo al sartén.

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